Si recordamos el significado de estas palabras y expresiones es para ponderar una vez más la trascendencia y vigencia de nuestras obras literarias clásicas. En ese capítulo VIII, que todos conocemos desde pequeños por haberlo oído contar de boca de nuestros mayores o por haberlo leído en alguna adaptación escolar o por haber visto algún dibujo animado que lo recrea, queda bien resumido el espíritu de don Quijote, defensor pertinaz de sus ideales en un mundo en el que dichos ideales ya no tienen sentido. 
Don Quijote enloquece de tanto leer libros de caballerías y decide convertirse en caballero andante y vivir en carne propia las mismas aventuras que los personajes de esas fantásticas narraciones. Pero don Quijote no es sólo un loco, es el portador de unos principios ya desaparecidos, que Francisco Ayala (en La invención del «Quijote») resume así: «culto a la verdad, sentimiento del honor fundamentado en el proceder sin tacha, resignación en la desgracia, desprecio de la riqueza y sobre todo de las comodidades y regalos de la vida, profesión del sacrificio y del espíritu de servicio, sentido de la dignidad y de la responsabilidad propia, respeto y defensa de los desvalidos, ejercicio de autoridad y administración de justicia sobre las clases inferiores y desconocimiento del orden social sostenido en el poder abstracto del Estado».
Poniendo en práctica estos principios y defendiendo sus ideales (el ansia de libertad, el amor a la dama, la búsqueda de la justicia), Don Quijote será visto como un personaje anacrónico por sus contemporáneos. En el capítulo VIII Don Quijote confundirá con gigantes unos molinos de viento, acometerá contra ellos y sufrirá las consecuencias de su error, que, sin embargo, se negará siempre a reconocer. Pero eso no sólo mostrará su locura, sino que nos desvelará la personalidad de alguien dispuesto por encima de todo a luchar contra las fuerzas del mal y por la justicia, a pesar de los golpes y los fracasos. Este episodio acabará por ser uno de los más famosos de la obra y pasará a convertirse en metáfora de esos enemigos fantásticos que nos creamos o nos crean y que impiden hacer realidad nuestros sueños que siempre estarán por encima de la vulgar realidad.